Raymundo SeSma

El poder social del color

por gonzalo ortEga

gonzalo ortEga

 

Tal vez uno de los procesos de transformación del objeto artístico más importantes de la historia haya sido la renuncia paulatina a la representación  el del mundo, ocurrida mayormente dentro de los márgenes de la primera mitad del Siglo XX. Si bien tradicionalmente la labor del artista había respondido al dominio técnico sobre de- terminados materiales con el  fin de imitar a la realidad, pronto el afán por experimentar tomaría ventaja. Para nadie es un secreto que la irrupción del medio fotográfico a mediados del siglo XIX estremeció la esencia de la pintura, y que muchos artistas debieron encontrar medios y argumentos alternativos para conservar la valía de sus prácticas. Ahí comenzó uno de los capítulos más vertiginosos de la evolución del fenómeno arte, pues este se ramificaría en infinidad de prácticas, en un principio enfocadas en cuestionamientos sobre luz, forma y color.

 

 Este conciso recuento de la problemática enfrentada por un número importante de creadores a lo largo del último siglo como consecuencia de la dramática transformación de los objetivos, metodologías e intereses del arte, pretende únicamente sentar la base de un argumento simple: la experimentación con materiales caracterizó gran parte de la producción creativa de ese período. Detrás de ella, y específicamente en los movimientos vanguardistas europeos de la primera mitad del siglo XX, se encontraba sin embargo una reflexión trascendental: la teoría de la relatividad propuesta por Albert Einstein en 1905-1915, que logró impregnar al espíritu de la época y abrió una rendija a la reflexión artística en torno al binomio espacio-tiempo. Los creadores abordarían esta cuestión de muchas y muy distintas maneras.   Por ejemplo, en la pintura, si antes una amplia gama de pigmentos, aglutinantes y diluyentes fueron “forzados” por medio de la técnica para representar paisajes, retratos, naturalezas muertas, etc, paulatinamente se comenzaron a reconocer sus cualidades y calidades intrínsecas, y a validarse por los resultados plásticos que acontecían “naturalmente” al aplicarlos sin el afán de transformarlos en otra cosa. Se trataba de dar libre cauce a los materiales para que evidenciaran su propia esencia. Esta fue, para muchos, la primera vez que realmente se pudo hablar de pintura.  Superficies planas de color, manchas, texturas y veladuras se perfilaron como el camino hacia la verdadera pintura. Pronto se harían evidentes diferentes nichos de profesionalización dentro de esa nueva tendencia. Desde la irrupción de la abstracción en la primera mitad del siglo XX, el abanico de resultados plásticos osciló entre el obstinado control de elementos y la celebración de “accidentes”; entre el estricto apego a la teoría del color y la gestualidad; así como entre la ortodoxia, la improvisación y el conceptualismo.

 

En esa historiografía se ha ganado un lugar, sin duda, el artista mexicano Raymundo Sesma (San Cristóbal de las Casas, Chiapas, 1954), cuya obra se inserta parcialmente en la problemática moderna antes mencionada sobre forma y color, aunque desde la perspectiva conceptual y formal que le brinda la distancia en el tiempo, así como a partir intereses más acordes con la época actual. Más allá de centrarse en el debate anquilosado de las vanguardias artísticas del Siglo XX sobre las funciones del arte, la obra de Sesma incursiona en problemáticas de gran vigencia que trascienden los límites tradicionales de la pintura y se involucran con entornos sociales en diversos niveles. Para entender la singularidad de Sesma, debe mencionarse aunque sea brevemente, que desde niño evidenció interés por la arquitectura, mismo que complementaría eventualmente, hacia  finales de los años setenta, al fusionar aquel interés inicial con la realización de gráfica, dibujo y pintura.

 

Casi como si quisiera revertir la destrucción de la naturaleza ocasionada por la imparable expansión de superficies de cemento, Sesma busca recuperar una sensación o efecto de lo natural reduciendo todo a la manifestación más esencial del color y la geometría. Su propuesta artística está regida por la relación espacial del color, así como por la interactividad física del espectador. En cierto sentido la obra de Raymundo Sesma revive el concepto de obra de arte total (Gesamtkuns- twerk), perseguido por el artista Mathias Goeritz (Alemania 1915 - México 1990), quien integraba diversas disciplinas, como la arquitectura, el arte plástico y las artes escénicas. Igualmente pudiera ser un eco de la postura del artista suprematista El Lissitzky (Rusia, 1890-1941), quien solía buscar la comunión de espacios arquitectónicos, escultóricos y pictóricos en sus famosas obras tituladas Prouns. Sin embargo Sesma aporta elementos adicionales de mucho valor al unificar forma y función en proyectos que son a la vez imágenes contemplativas e inserciones en el ámbito de lo social. Cuentan con elementos ornamentales y a la vez críticos.

 

Una de sus series -permanentemente en proceso titulada Campo expandido, le ha permitido a Sesma un fértil campo de experimentación al haber cubierto ya un número importante de edificios, fachadas e interiores con extrañas formas y colores. Con mucha minuciosidad él delinea elementos o características de diversas arquitecturas, para generar efectos visuales que transforman notablemente nuestra percepción de esos espacios. Los trazos cartesianos de Sesma son resultado de un cuidadoso proceso de observación de aquellos lugares que interviene, y tienen como objetivo un homenaje simultáneo al volumen, perspectiva y superficies de color.  Nada es accidental en estas elaboradas intervenciones, y a menudo visualiza con anticipación aquello que proyecta con la ayuda de softwares especializados.

 

 La historia de esta serie de trabajos debe contarse a partir de una anécdota que tiempo atrás reveló un potencial conceptual muy importante al artista. Sesma narra una especie de hallazgo al haber sido comisionado a pintar un antiguo taller de ferrocarriles en la ciudad de Milán, Italia, en el año 19xx. Aquél espacio en desuso se ubicaba en una calle estrecha. Sin embargo, las características del lugar permitían que en un segundo plano, y a la distancia, se observara un gasómetro de proporciones importantes. Esa estructura metálica se alcanzaba a apreciar al menos en un setenta por ciento por parte de quien se ubicara al nivel de la calle. Sesma intervino con superficies de pintura ambas arquitecturas, de tal manera que en la fachada en el primer plano “completó” las formas de la estructura detrás. El segundo plano fue simbólicamente atraído hacia el primero. De esta manera “ligaba” sensorialmente todo dentro de un paisaje urbano integral, y de paso hacía evidente al espectador que aquella imagen consistía simultáneamente en realidad y virtualidad. El hallazgo casual, y hasta cierto punto accidental, ocurrió cuando el mismo Sesma cambió el punto de fuga al desplazarse horizontalmente a lo largo de la calle. Un efecto insospechado tuvo lugar: el gasómetro parecía estirarse o encogerse dependiendo de la perspectiva. Aquella revelación terminó de sustentar la postura de Sesma con respecto a que la arquitectura no debe implicar la construcción de edificios rígidos, anquilosados y totémicos. Los espacios irremediablemente son activados a partir de la presencia de seres humanos, y contienen en su propio diseño al movimiento.

 

Es así como Sesma aborda de lleno la relatividad de los conceptos de tiempo y espacio al aplicarlos en el diseño de sus recorridos y puntos de vista. Si bien su obra no modifica físicamente los espacios que interviene, sí lo hace a nivel de percepción. Devela la importancia de la participación de quienes los transitan y/o habitan.   En una intervención espacial reciente de la serie Campo expandido, y llevada a cabo por primera vez en un interior, -específicamente en una sala del Museo de Arte Contemporáneo de Monte- rrey- Sesma generó un complejo entorno basado en superficies de color y diversas perspectivas. Varios elementos tridimensionales y geométricos complementaban la singular composición, que se ubicaba extrañamente a medio camino entre lo escultórico y lo arquitectónico.

 

La sala del museo devino en un espacio sensorial en el que la percepción del todo estaba intrínsecamente ligada al recorrido de cada persona, quien dependiendo de su ubicación percibía hasta trece puntos de fuga distintos. Recorrer la sala generaba por momentos una sensación de encogimiento o expansión del espacio. Pero más importante que todo era el hecho de entender que los factores del tiempo y la velocidad que cada visitante dedicaba a la pieza se convertían en elementos definitorios de la pieza.   Para Raymundo Sesma el color es un elemento esencial, pues más allá de los cuestionamientos abordados históricamente por los artistas, ha investigado otras ramas del conocimiento como la física, la neurología y la psicología para entender diversos aspectos del color que inciden directamente en la percepción humana. La ciencia ha logrado establecer, por ejemplo, una correlación entre las gamas cromáticas y el comportamiento.

 

 Algo que de manera generalizada es percibido como feo puede transformarse en su opuesto sencillamente a partir del color con el que se cubra. Sesma lleva las cosas al extremo y transforma la percepción de espacios convencionales por medio de atrevidas intervenciones de color que obligan a centrar la atención en sus formas. Todo esto ocurre bajo la prerrogativa del rescate de arquitecturas inadvertidas, que después de ser cubiertas por una colorida celosía se convierten en pinturas, esculturas o paisajes de enorme atractivo. Un ejercicio meramente formalista se satisfaría con el paladeo compositivo o con la arbitrariedad de la forma; sin embargo Sesma apunta a la construcción de espacios sociales. La anulación de zonas conflictivas mediante la atracción de las miradas a sus intervenciones, tiene que ver con la dignificación de los espacios de convivencia. En este sentido se hace evidente la participación del artista como agente de cambio para la creación de entornos sociales. Para algunos este tipo de propuestas pueden estár mucho más cercanas al diseño, y francamente en la obra de Sesma los objetivos van más allá de esas convenciones.

 

 

En un proyecto previo decidió trabajar, por ejemplo, con una colonia llamada Tierra y Libertad ubicada en la periferia de la Ciudad de México, en el municipio de Naucalpan, y caracterizada por la degradación de los espacios de convivencia, el descuido de la planeación urbana y el prácticamente ausente sentido de pertenencia de los pobladores. Sesma sembró la semilla del cambio al planificar con la comunidad y autoridades correspondientes el remozamiento de las fachadas del barrio, que además está emplazado en terrenos en declive. La intervención de Sesma consistió únicamente en la aplicación de una cuidada paleta de colores. Los habitantes de la zona recibieron al azar botes de pintura de diferentes tonalidades. Adquirían el compromiso de pintar sus fachadas para, al concluir, obtener una imagen cohesionada del barrio. La intención evidentemente no era únicamente de índole estética o poética, sino sobre todo funcional. Al concluir el proyecto y a pesar de variables insospechadas, como por ejemplo la dilución de los colores con

pintura blanca por parte de los vecinos para sacarle mayor provecho- la colonia dio un primer paso hacia la generación de un sentido de pertenencia. Un lugar que antes era percibido como violento, se convirtió en un entorno más amable y de integración. Se creó algo que Sesma define como un campo polícromo urbano.

 

A menudo este artista parte de determinados colores pre-existentes en los contextos que elige, que bien pueden provenir de la naturaleza o del entorno urbano inmediato. Es así como obtiene los elementos para iniciar un análisis estructural, mental y formal de las superficies que va a cubrir. Dicho proceso desencadena una secuencia de decisiones a nivel compositivo que se manifiestan en formas abstractas. Todo ello es en esencia una cristalización del sistema de pensamiento de Sesma, pues si hay algo que lo estimula es la búsqueda de la perfección. Los edificios intervenidos por él son increíblemente extraños; confunden al espectador, quien a menudo debe incluso cuestionarse si realmente hay un volumen real ahí donde dirige su mirada, o si en cambio es sólo una ilusión. Diversos puntos de fuga tejen una red de vectores en cada composición, que a su vez definen las zonas de color. La experiencia de observar sus “piezas” es siempre una mezcla entre asombro y confusión. Ello sólo se logra a partir de un muy rigurosa, detallada y precisa metodología artística.