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Raymundo SeSma

 

por marcEla quiroz

marcEla quiroz

 

La relación que tengo con la obra de Raymundo Sesma proviene de un recuerdo vago pero imborrable, de hace más de quince años. Aquella vez en Monterrey recorrí con la mano un muro sobre el que Sesma había desplegado un libro en braille distendido. El espacio era silencioso, más bien oscuro y algo laberíntico. La obra era uno de sus libros de artista punzados en el lenguaje que da a la mano la palabra a la ceguera.   Mucho tiempo después me enteré que su padre había sido ciego. De un tiempo acá he entendido vertebralmente que el arte sirve, por principio, para permitirnos dialogar con aquellas cosas de nuestra vida que nos duelen. Sesma, entonces un joven empezando su carrera en México, buscaba con esos libros poder tocar las palabras que su padre sentía sin ver.

 

Cuando me reencontré con el artista pasados esos quince años, llegué incluso a dudar que aquellas humildes hojas punzadas que hacía años había yo visto haciendo para el cuerpo un horizonte táctil sobre el muro del museo, fueran del mismo artista, él. Pero sí, lo eran.   Sesma es ahora creador que trabaja sobre el campo expandido. En el tiempo que ha pasado entre los libros en braille y el presente, el artista se atrevió no sólo a anticipar con la mano la caída (recordemos que dice Derrida que el ciego lleva la mano extendida para poder caminar y reconocer, tanto como en ella lleva ya injerto el accidente), Sesma ha decidido, por urgencia y salvamento, precipitarse en ese ‘caer’. Su obra ya no le tiene miedo a la ceguera. Raymundo Sesma ha elegido, sobre la punción táctil casi invisible sobre una superficie pequeña y contenida, la invasión distensa de color más allá de los confines de los planos.

 

 Los entrelazos geométricos-cromáticos que hoy habitan su mundo son ejercicios certeros y confiados sobre la parsimonia que condena a lo urbano a su pesar y sobre sí. Enriquecido por un intenso estudio del comportamiento del color y sus efectos perceptuales sobre el espacio, Sesma ha tomado del diseño las armas que le permiten entender cómo desencajar cuerpos, volúmenes y percepciones.   Deviene imposible permanecer inmune, estático, intocado por una de las intervenciones urbanas de Raymundo Sesma. Sucede ante ellas lo que antes obligaba a seguir con la mano un libro en braille dispuesto sobre muro. El cuerpo se siente impelido a actuar.   En su icónico ensayo “La escultura en el campo expandido” Rosalind Krauss hablaba sobre el perseguido desentumecimiento de la escultura a mediados del siglo XX cuando reconocía su necesidad por desprenderse de sus antiguos confines, dejar el basamento y liberar al espectador del rodeo pasivo entorno a sus contornos moldeados. La escultura precisaba en cambio, tenderse al exterior, injertarse en paisaje, hacer desatinar al usuario común, exigirle un nuevo orden de relación y a cambio, ofrecerle un destino invisto a la experiencia (es decir, experimentar la obra mucho más allá de su oferta como visibilidad volumétrica). Aquí la clave. Al contrario de lo que pudiera asumirse ante la seducción cromática y formal de sus composiciones, ante la obra de Sesma nos enfrentamos a una suerte de espectro que se sostiene frente a nosotros, firme y frontal. Pero, participando de las imprecisas cualidades de una presencia no del todo anunciada, no exige ni espera de nosotros un avistamiento común, cotidiano. Pues nuestra mirada no resulta suficiente para tener con su obra un intercambio sensitivo completo. Nuestra relación —que ha de ser forzosamente integral, corporal— con el trabajo de Raymundo Sesma no puede permanecer consignada al estadio de la visión.

 

Sucede que lo que hay detrás de las composiciones con las que Sesma transforma edificios, cuerpos escultóricos y planos pictóricos es, de nuevo, escritura invisible como aquella con la que hace años buscaba iniciar su carrera. Ya no son registros en braille dados cercanamente a la mano en la intimidad del tacto. Ahora son codificaciones algorítmicas de una selección de textos de origen  filosófico las que definen la composición de sus construcciones sobre las superficies del espacio; es una espacialidad que busca invadirlo todo, mucho más allá del plano contenido o contenible a la mano, (pace J. Derrida) sobre la punta de los dedos; ni siquiera en el cuerpo individual, singular.   ¿Por qué esa reiterada tendencia hacia la palabra, aún si codificada, pero expuesta en su (in)visibilidad? ¿Por qué esa necesidad recurrente de hacernos conscientes sobre lo que no-vemos, y que, de otra forma estaríamos seguros de estar-viendo?   Entre los surtidores de pensamiento y espiritualidad del artista uno de ellos remite al pensamiento oriental de origen taoista; una de sus enseñanzas, como todas en apariencia sencillas de entender más no, aprehender, habla sobre la funcionalidad de la rueda. Explicando que no son los barrotes que la construyen como radios rígidos tensados hacia su centro el punto de hacerla un cuerpo sólido y eficaz, sino que es el vacío entre cada uno de los barrotes lo que constituye el alma y esencia activa de ella. Sin esos espacios vacíos, llenos de nada, la rueda sería inservible, aún si su estructura fuera perfectamente sólida y su canto impecablemente redondeado.

 

La obra de Raymundo Sesma ha aprendido, paso a paso, a ver los espectros de la palabra que restan sobre una superficie, sea punzada o diagramada en anchos de trazos y longitudes. Su trabajo se nutre de una presencia residual más allá de lo evidente. Sus aparentes ‘invasiones’ formales-cromáticas no hacen sino señalar el tiempo de los vacíos que abundan en las ciudades y entre las personas.   Sesma gusta llamar a sus intervenciones urbanas ‘arquitectura social’, en tanto que plantea injertarse en la condición y contexto de un barrio, para poder —como una célula viva— empezar a replicarse, incidiendo en la vida cotidiana de sus usuarios y reactivando las dinámicas sociales de ese entorno en el que ha logrado develarse. Sin embargo, resultaría infértil tratar de apresarle entre estas dos palabras, siendo que esa terminología carga históricamente con muchas promesas incumplidas y supone una serie de paradigmas que apelan por un discurso político hoy no sólo inerte sino desvirtuado.   Para realmente acercarse al universo que Raymundo Sesma hace más de una década ha venido construyendo-confesando su título en la amplitud de su deseo —Campo expandido– es fundamental desentumirnos de condicionamientos ideológicos y expectativas previstas. Es importante empezar por asumir que lo que experimentamos ante su obra no pertenece en realidad al espectro de lo visible. No están en su radio la experiencia de su interés ni su mayor fuerza de incidencia.   Hace más de 40 años, Roland Barthes nos recordaba que la escucha —en tanto acto de inscripción y reconocimiento del cuerpo en el mundo, era nuestra principal arma para entender la situación espacio-temporal en la que nos encontramos. Hacernos de esta premisa frente a la obra de Sesma nos obliga a reconocer la acción del vacío como espacio y tiempo de entrega de la pieza al cuerpo que hace por recibirla. Al modificar los cuerpos urbanos desde una apuesta respetuosamente radical, Sesma nos ofrece una nueva estancia de territorio desde el cual podemos disponernos a ir más allá de lo que antes era incluso invisible.

 

Recongurando territorios denostados, Sesma nos obliga a recordar la posibilidad silenciosa del vacío-visible que sus intervenciones injertan en la ciudad. Aún entre los despliegues de lo que podría a primera vista creerse como una exacerbada visibilidad, los campos expandidos de Sesma no hacen sino generar pausas a resguardo en la ciudad; estancias que logran detonar en el usuario urbano esa cada vez más alejada condición-en-tiempo-de-escucha sobre el incesante e inclemente barullo urbano.   Frente a sus obras, acaso sin darse cuenta, el cuerpo asume dentro una compartida urgencia por reconocer ese vacío que trae a cuestas, saturado de (in)visibilidades. Sesma nos hace ver que no vemos y nos recuerda que para hacerlo, es imperativo tener tiempo y disposición para escuchar. Comprender que entre los trazos, quiebres e intersecciones de esos colores, esquivos y atrayentes patrones habitan entre palabras emplastadas una serie de deseos y preguntas que, todavía codificados, resisten y se sostienen delante de nosotros compar- tiendo su ser-escondido; nos permite con ar en que frente a nosotros se ha dispuesto un campo intersubjetivo donde acontece no sólo las condiciones-en-capacidad de reconocer —yo escucho—, sino que implica también de forma sustancial —escúchame.1   Ahí, en ese germen de comunidad imaginariamente construido con la mirada para escucharse con el resto del cuerpo, está el tenor de la  fibra social que ofrece la obra de Raymundo Sesma.

 

BIBLIOGRAFíA CONDENSADA:

 

Barthes, Roland. Lo obvio y lo obtuso. Barcelona: Paidós, 1986.

Derrida, Jacques. Dar (el) tiempo. La moneda falsa. Barcelona: Paidós, 1995.

Memoirs of the Blind. The Self-Portrait and other Ruins. Chicago: University of Chicago Press, 1991. Jullien, Francois. Un sabio no tiene ideas. Madrid: Siruela, 2001.

Nancy, Jean-Luc. L’intrus. Buenos Aires: Amorrortu, 2007.